SOBRE
MITOLOGÍA TOLTECA EN PROCYON:
Intentaré
dar unas breves explicaciones sobre este asunto procurando no desvelar las
sorpresas que aparecen en el libro 3 de la serie a aquellos que aún no lo hayan
leído.
Las
únicas noticias que tenemos sobre el
Imperio Tolteca nos han llegado a través de los escasos textos aztecas que
respetaron los conquistadores españoles, compuestos muchos años después de su
desaparición. En ellos se dibuja el pasado tolteca como una mítica Edad de Oro,
algo que parece muy común en toda la historiografía antigua (“el pasado siempre
fue mejor”) o si no, recuérdense el respeto reverencial con que se hablaba en
la Grecia Clásica de los extintos reinos micénicos (“La Ilíada”, por ejemplo) o
en la España medieval y en la romántica del siglo XIX del reino Visigodo (algo
que nunca entenderé por mucho que me lo expliquen).
La
capital del Imperio Tolteca estaba en Tollán,
ciudad más o menos mítica que se ha identificado tradicionalmente con Tula
(Estado de Hidalgo, México), unos restos arqueológicos interesantes donde los
haya, aunque no resultaría descabellado relacionarla con la espléndida
Teotihuacán, cuyas ruinas son mucho más impresionantes si cabe. Al fin y a al
cabo “Teotihuacán” es vocablo azteca (“lugar donde descienden los dioses”) y
desconocemos cómo se llamaba a sí mismo el pueblo que la construyó y habitó.
El
periodo de máximo esplendor del Imperio Tolteca
habría que situarlo entre los años 1000 al 1250 d. C. si damos por buena la
identificación de Tula como su capital, pudiendo ser retrasado hasta los
primeros siete u ocho siglos de nuestra era si aceptamos la hipótesis
teotihuacana. Aunque su existencia fue simultánea a la de otras importantes
culturas mexicanas (Totonacos, Huastecos, Zapotecas y, por supuesto, Mayas), lo
cierto es que, ya sea por prestigio o por conquista, acabó influyendo en todas
sus vecinas (incluso en una civilización tan particular como la Maya, dando
lugar a ese curioso estilo híbrido llamado “maya-tolteca” cuyo ejemplo más
conocido quizá sea la ciudad yucateca de Chichén-Itzá).
Como
ya sabrá el lector que se haya tomado la molestia de buscarlo en la Wikipedia,
los principales dioses del panteón tolteca eran Quetzalcóatl (“la serpiente emplumada”; “la gran serpiente celeste”
en Procyon) y su oponente Tezcatlipoca
(“el espejo humeante” o “resplandeciente”). El primero era el gran benefactor
de la humanidad, aquel que nos entregó el cultivo del maíz, el calendario, y un
buen puñado de cosas más. El segundo era una especie de dios de la guerra, la
conquista y la destrucción cuyo culto exigía abundantes sacrificios humanos
(algo no muy extraño en las religiones de la antigüedad). Ambos fueron adorados
en diversas advocaciones según la función y patrocinio que se quisiera destacar
en cada caso.
Los
mitos toltecas también contaban que hubo un tiempo en que Quetzalcóatl encarnado (o un rey con su mismo nombre) gobernó
directamente a su pueblo. Lo mismo contaron muchas otras civilizaciones del
mundo antiguo: recuérdense, por ejemplo, que Manetón en su “Historia de Egipto”
relataba cómo Helios (Ra) reinó en el país mucho antes de la crucial
unificación y que también hubo un rey mítico llamado “Odín” entre las tribus
del norte europeo. Ni qué decir tiene que esto ha sido el principal caldo de
cultivo de la “Hipótesis de los
Alienígenas Ancestrales”: extraterrestres altamente evolucionados nos
visitaron en el remoto pasado, unos dicen que para enseñarnos a dominar la
naturaleza y otros, los más agoreros, que para esclavizarnos y servir a sus
oscuros propósitos, ¿quién sabe?
En
el caso que nos ocupa, ese mítico gobernante fue Ce Acatl Topitzín Quetzalcóatl, rey de Tollán. Sobre él, se ha conservado
un muy curioso ciclo narrativo del que he sacado algunas ideas que se reflejan
en el libro tercero de la serie.
En
un primer poema épico, Quetzalcóatl,
tentado por unos magos y por el propio Tezcatlipoca,
comete una serie de faltas y cae en desgracia. En la narración, como no podía
ser menos, es el propio gobernante, cargado de nobleza, quien asume sus errores
y elije el castigo que merece para purgar sus pecados.
“Tengo cuerpo hecho de tierra,
solo congoja y afán de esclavo:
¡Nunca más habré de recobrar la
vida!”
Y aún otra palabra cantó de su
cantor:
“¡Ay, me sustenta mi Madre,
la diosa que tiene serpientes
en la falda,
era su hijo yo; pero ahora
no hago más que llorar!”
Y cuando hubo cantado Quetzalcóatl,
todos, también sus vasallos y servidores,
se llenaron de tristeza y
lloraron,
y entonces, juntos todos,
entonaron este canto:
“¡Ah, nos había mantenido en
prosperidad,
ellos eran nuestros
gobernantes,
el Quetzalcóatl!”
¡Vuestras esmeraldas brillan,
el madero ensangrentado se ha
roto:
helo aquí; lloremos!”
Cuando acabaron el canto sus
vasallos,
luego les dijo Quetzalcóatl:
“¡Basta, abuelo, siervo mío:
voy a dejar la ciudad, voy a
emprender mi camino!
Dad vuestro mandato, que
fabriquen un cofre de piedra.”
Con toda premura hicieron ellos
un cofre de piedra
y, cuando lo hubieron hecho,
allí a Quetzalcóatl tendieron.
En
el poema que sirve como continuación, Quetzalcóatl
es llevado hasta la orilla del mar (el océano Atlántico, se supone) y una vez
allí, será incinerado (¿teleportado?) o, mejor dicho, es él mismo, con
inusitada gallardía, quien se prende fuego.
Y es fama que cuando ardió, y
se alzaron ya sus cenizas,
también se dejaron ver y
vinieron a contemplarlo
todas la aves de bello plumaje
que se elevan y ven el cielo:
la guacamaya de rojas plumas,
el azulejo, el tordo fino,
el luciente pájaro blanco, los
loros y papagayos
de amarillo plumaje y, en suma,
toda ave de rica pluma.
Cuando cesaron de arder sus
cenizas,
ya a la altura sube el corazón
de Quetzalcóatl.
Lo miran y, según se dice, fue a ser llevado al cielo,
y en él entró. Los viejos dicen
que se mudó en lucero del alba,
el
que aparece cuando la aurora. Vino entonces,
apareció entonces, cuando la
muerte de Quetzalcóatl.
Da
que pensar eso de que “arder y subir al cielo” sea el epitafio más común entre
los personajes mitológicos (Hércules, sin ir más lejos) y algunos perfectamente
históricos (¡se contaba lo mismo del gran Julio César!). ¿Casualidad?
¡Ah!
Para acabar, solo me queda decir que “Mictlantecuhtli” (página 92, viñeta 4)
significa en náhuatl “Señor de los muertos”. De nada.
R.
MACHUCA, Enero de 2016.
Textos:
“Historia de la Literatura Náhuatl”, Ángel María Garibay. 1953.
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