viernes, 22 de enero de 2016

SOBRE MITOLOGÍA TOLTECA EN PROCYON:

Intentaré dar unas breves explicaciones sobre este asunto procurando no desvelar las sorpresas que aparecen en el libro 3 de la serie a aquellos que aún no lo hayan leído.
Las únicas noticias que tenemos sobre el Imperio Tolteca nos han llegado a través de los escasos textos aztecas que respetaron los conquistadores españoles, compuestos muchos años después de su desaparición. En ellos se dibuja el pasado tolteca como una mítica Edad de Oro, algo que parece muy común en toda la historiografía antigua (“el pasado siempre fue mejor”) o si no, recuérdense el respeto reverencial con que se hablaba en la Grecia Clásica de los extintos reinos micénicos (“La Ilíada”, por ejemplo) o en la España medieval y en la romántica del siglo XIX del reino Visigodo (algo que nunca entenderé por mucho que me lo expliquen).
La capital del Imperio Tolteca estaba en Tollán, ciudad más o menos mítica que se ha identificado tradicionalmente con Tula (Estado de Hidalgo, México), unos restos arqueológicos interesantes donde los haya, aunque no resultaría descabellado relacionarla con la espléndida Teotihuacán, cuyas ruinas son mucho más impresionantes si cabe. Al fin y a al cabo “Teotihuacán” es vocablo azteca (“lugar donde descienden los dioses”) y desconocemos cómo se llamaba a sí mismo el pueblo que la construyó y habitó.
El periodo de máximo esplendor del Imperio Tolteca habría que situarlo entre los años 1000 al 1250 d. C. si damos por buena la identificación de Tula como su capital, pudiendo ser retrasado hasta los primeros siete u ocho siglos de nuestra era si aceptamos la hipótesis teotihuacana. Aunque su existencia fue simultánea a la de otras importantes culturas mexicanas (Totonacos, Huastecos, Zapotecas y, por supuesto, Mayas), lo cierto es que, ya sea por prestigio o por conquista, acabó influyendo en todas sus vecinas (incluso en una civilización tan particular como la Maya, dando lugar a ese curioso estilo híbrido llamado “maya-tolteca” cuyo ejemplo más conocido quizá sea la ciudad yucateca de Chichén-Itzá).
Como ya sabrá el lector que se haya tomado la molestia de buscarlo en la Wikipedia, los principales dioses del panteón tolteca eran Quetzalcóatl (“la serpiente emplumada”; “la gran serpiente celeste” en Procyon) y su oponente Tezcatlipoca (“el espejo humeante” o “resplandeciente”). El primero era el gran benefactor de la humanidad, aquel que nos entregó el cultivo del maíz, el calendario, y un buen puñado de cosas más. El segundo era una especie de dios de la guerra, la conquista y la destrucción cuyo culto exigía abundantes sacrificios humanos (algo no muy extraño en las religiones de la antigüedad). Ambos fueron adorados en diversas advocaciones según la función y patrocinio que se quisiera destacar en cada caso.
Los mitos toltecas también contaban que hubo un tiempo en que Quetzalcóatl encarnado (o un rey con su mismo nombre) gobernó directamente a su pueblo. Lo mismo contaron muchas otras civilizaciones del mundo antiguo: recuérdense, por ejemplo, que Manetón en su “Historia de Egipto” relataba cómo Helios (Ra) reinó en el país mucho antes de la crucial unificación y que también hubo un rey mítico llamado “Odín” entre las tribus del norte europeo. Ni qué decir tiene que esto ha sido el principal caldo de cultivo de la “Hipótesis de los Alienígenas Ancestrales”: extraterrestres altamente evolucionados nos visitaron en el remoto pasado, unos dicen que para enseñarnos a dominar la naturaleza y otros, los más agoreros, que para esclavizarnos y servir a sus oscuros propósitos, ¿quién sabe?
En el caso que nos ocupa, ese mítico gobernante fue Ce Acatl Topitzín Quetzalcóatl, rey de Tollán. Sobre él, se ha conservado un muy curioso ciclo narrativo del que he sacado algunas ideas que se reflejan en el libro tercero de la serie.
En un primer poema épico, Quetzalcóatl, tentado por unos magos y por el propio Tezcatlipoca, comete una serie de faltas y cae en desgracia. En la narración, como no podía ser menos, es el propio gobernante, cargado de nobleza, quien asume sus errores y elije el castigo que merece para purgar sus pecados.
“Tengo cuerpo hecho de tierra,
solo congoja y afán de esclavo:
¡Nunca más habré de recobrar la vida!”
Y aún otra palabra cantó de su cantor:
“¡Ay, me sustenta mi Madre,
la diosa que tiene serpientes en la falda,
era su hijo yo; pero ahora
no hago más que llorar!”
Y cuando hubo cantado Quetzalcóatl,
todos, también sus vasallos y servidores,
se llenaron de tristeza y lloraron,
y entonces, juntos todos, entonaron este canto:
“¡Ah, nos había mantenido en prosperidad,
ellos eran nuestros gobernantes,
el Quetzalcóatl!”
¡Vuestras esmeraldas brillan,
el madero ensangrentado se ha roto:
helo aquí; lloremos!”
Cuando acabaron el canto sus vasallos,
luego les dijo Quetzalcóatl:
“¡Basta, abuelo, siervo mío:
voy a dejar la ciudad, voy a emprender mi camino!
Dad vuestro mandato, que fabriquen un cofre de piedra.”
Con toda premura hicieron ellos un cofre de piedra
y, cuando lo hubieron hecho, allí a Quetzalcóatl tendieron.

En el poema que sirve como continuación, Quetzalcóatl es llevado hasta la orilla del mar (el océano Atlántico, se supone) y una vez allí, será incinerado (¿teleportado?) o, mejor dicho, es él mismo, con inusitada gallardía, quien se prende fuego.
Y es fama que cuando ardió, y se alzaron ya sus cenizas,
también se dejaron ver y vinieron a contemplarlo
todas la aves de bello plumaje que se elevan y ven el cielo:
la guacamaya de rojas plumas, el azulejo, el tordo fino,
el luciente pájaro blanco, los loros y papagayos
de amarillo plumaje y, en suma, toda ave de rica pluma.
Cuando cesaron de arder sus cenizas,
ya a la altura sube el corazón de Quetzalcóatl.
Lo miran y, según se dice, fue a ser llevado al cielo,
y en él entró. Los viejos dicen que se mudó en lucero del alba,
el que aparece cuando la aurora. Vino entonces,
apareció entonces, cuando la muerte de Quetzalcóatl.

Da que pensar eso de que “arder y subir al cielo” sea el epitafio más común entre los personajes mitológicos (Hércules, sin ir más lejos) y algunos perfectamente históricos (¡se contaba lo mismo del gran Julio César!). ¿Casualidad?
¡Ah! Para acabar, solo me queda decir que “Mictlantecuhtli” (página 92, viñeta 4) significa en náhuatl “Señor de los muertos”. De nada.

R. MACHUCA, Enero de 2016.

Textos: “Historia de la Literatura Náhuatl”, Ángel María Garibay. 1953.

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